2 de abril de 2010

La niña de Tuol Sleng (y 2)


Quiero retroceder contigo en el tiempo hasta esa larga noche que no cesa. Quiero arrancarte de esas tinieblas que tienen cautiva tu alma, y devolverte a la luz del día de este presente. Bajemos los peldaños que conducen a ese día aciago en que se tronchó para siempre tu niñez y tu vida.

Diré cómo (probablemente) fue. Estamos en 197... Corrían días violentos en toda Camboya. En los suburbios de Pnom Penh, donde tú vivías, junto a tus padres, tu abuela y tu hermano pequeño de 4 años, todos los días se escuchaban historias de secuestros, matanzas por parte de los jemeres rojos que se habían hecho fuertes en el país. Llegaban sin previo aviso en jeeps o camiones. Se bajaban con gran alboroto, en su mayoría niños soldados armados con fusiles que sobresalían encima de sus cabezas amarradas con un turbante rojo. Hace dos días se habían llevado a tu padre, profesor de escuela, junto a otros maestros y personas que trabajan en el establecimiento. Tú presenciaste el momento de su detención. Lo viste salir del edificio con los brazos detrás de la nuca, atravesar el patio en fila india junto a otros presos. El te divisó entre tus compañeras y tuvo una mirada para ti que contenía todas las palabras del mundo. Nunca más volverías a verlo. En casa ya sabían la noticia y todos lloraban. Tu madre sujetaba en sus brazos a tu hermano menor y lo mecía con la cadencia de su dolor.

A los dos días, temprano al alba, llegó otro vehículo, esta vez a tu casa. En esta oportunidad fueron menos violentos, o así lo pareció inicialmente. Dijeron que venían a buscarlos a todos para reunirlos con tu padre, quien ahora estaba trabajando para el Partido en una granja campesina. No hubo tiempo de recoger nada, el fuego quedó encendido en el patio, la puerta abierta, tu cama deshecha, aún tibia.

Arriba del camión, el trato cambió bruscamente. Te encontraste con muchas más personas, en su mayoría mujeres y niños. Todos tenían el rostro vendado y no decían palabra, sus cuerpos hacinados. Pronto cayó sobre tus ojos una improvisada venda que unas manos anudaron con exagerada fuerza. Tu madre preguntó adónde los llevaban y recibió un culatazo en el vientre. Atravesaron la ciudad a gran velocidad. La carrera era solo interrumpida para recoger nuevas personas. Mismo ritual: gritos, patadas, culatazos y finalmente las vendas que parecían silenciarlo todo. En esa oscuridad forzosa solo veías imágenes que brotaban agitadas desde tu interior. Luego todo se calmaba momentáneamente, tal vez por efecto del bamboleo del camión, y te veías en tu sala de clase junto a tus compañeras repitiendo en voz alta un texto escrito en la pizarra. Te esforzabas en recordarlo entero, te lo repetías a ti misma. Eras una niña inteligente, aplicada. Eras el orgullo de tu padre, los ojos de tu madre. Te gustaba ayudar, eras la primera en levantar la mano cuando había que realizar una tarea.

Finalmente, el camión se detuvo con el motor encendido y escuchaste una pesada reja abrirse. Minutos más tarde eras bajada junto a tus acompañantes y conducida hacia una construcción sólida, que parecía ser un edificio por el eco que retumbaba en los pasillos. En el tumulto, llamaste a tu madre, pero te hicieron callar de una bofetada. “Aquí solo se habla cuando se te pregunta algo”.

Tras permanecer largos, interminables minutos en una sala sin aire donde sólo se sentían gemidos sordos y llantos de niños, te levantaron del suelo y te empujaron dentro de una habitación contigua. Unas manos retiraron las vendas y te encontraste cara a cara con un chico joven, parecido a los que deambulaban en pandillas por tu barrio. Su mirada era esquiva, se movía agitadamente con una cámara fotográfica colgada alrededor del cuello. Te pidió que te colocaras contra un muro deslavado y que miraras fijo a la cámara, te dijo que era solo cuestión de un momento. Encuadró tu rostro con su objetivo, levantó el rostro y se acercó a ti para ajustar levemente el ángulo de tu cara. “Eso es, muy bien.” El flash te encegueció, sentiste cómo que habían borrado tu rostro.

Los días que siguieron pertenecen al inframundo. Fuiste empujada, junto con las mujeres y los niños que llegaron en tu grupo, a una amplia celda que parecía haber sido una sala de clase por sus grandes ventanales, ahora clausurados con alambre de púa. Aquella noche todos durmieron en el suelo con el estómago vacío. Temprano por la mañana entraron unos guardias que se llevaron a las mujeres, entre ellas a tu madre, dejándote a ti a cargo de tres otros niños, uno de ellos lactante. Más tarde fuiste llevada a un taller que había detrás del edificio principal donde trabajan carpinteros, artistas y herreros junto a un corral de cerdos. Sobre el pasto silvestre que separaba ambas construcciones unos mirlos mayna daban brincos cantando.

En el taller tu trabajo consistía en asistir a los demás presos en sus labores, trayendo y llevando piezas, barriendo, sujetando grandes tablones mientras ellos hundían los clavos a martillazos que caían a destiempo. Una mujer de avanzada edad, con el rostro desencajado por el terror, era la encargada de vigilarlos. Por las noches volvían a la celda a tenderse en el suelo de tablas e intentar conciliar el sueño; ocasionalmente, recibían una porción de alimento consistente en una mezcla de harina con agua y sal. El lactante murió a los pocos días, incapaz por su edad de ingerir ese alimento. Su cuerpo permaneció dos días en el lugar. Las hormigas entraban y salían por su boca y oídos.

Reglamento de la cárcel, exhibido el museo de Tuol Sleng

Cada día llegaban nuevos grupos. Tú escuchabas desde lejos el sonido destartalado de los camiones y luego se repetían las mismas escenas de violencia al momento de ingresar las víctimas al recinto. Tú apretabas tus manos y enjugabas tus lágrimas como si necesitaras esa agua para seguir viviendo, para vivir. ¿Pero qué significaba ahora vivir? ¿Podría alguna vez volver a existir la vida tal como la conociste, con la tibieza del fogón de tu casa, tu mascota querida, las risas bobas de tus amigas, los aromas que traía el viento de otoño cuando salías a pescar con tu padre? Tu madre, tu padre, se habían esfumado, tu hermano pequeño era un fantasma martirizado.

Pasaban los días, las semanas. Aquella mañana en que tu hermano pequeño amaneció muerto lloraste amargamente sobre su pequeño cadáver. Se había cortado el último hilo que te unía con tu antigua vida. Lo despediste con un rezo budista que te había enseñado tu abuela y que ahora te salía entrecortado. Besaste su frente como la piedra más clara de un remanso.

El día de tu partida fuiste despertada al amanecer y sacada de tu celda. Te encontraste en el pasillo con otros niños que se movían desorientados. Más lejos los guardias habían conformado otros grupos de mujeres y de hombres. Algunos ya habían subido a los camiones.

El viaje no fue largo, tal vez unos quince minutos. Durante el trayecto escuchaste a un guardia mencionar el nombre de Choeung Ek y tu pequeño cuerpo se estremeció por los relatos que habías escuchado de otros presos en el taller. Pero cuando te bajaron del camión y retiraron tu venda se abrió ante tus ojos una hermosa campiña que recién acariciaban los primeros rayos de la mañana. Los guardianes formaban grupos de a cinco presos y los arreaban en distintas direcciones. Tu grupo avanzó por un pastizal para luego adentrarse por un sendero algo más selvático. Al poco rato fueron divididos en dos subgrupos de tres y dos personas. Le tendiste la mano a tu compañera que avanzaba a duras penas entre sollozos. Intentaste calmarla y esas palabras eran también un bálsamo para tu espíritu atribulado. De pronto sentiste que separaban su mano de la tuya y que era llevada por otra bifurcación. No te volteaste para verla partir y proseguiste tu marcha con la decisión de quien se encamina hacia su casa. Llegaste al borde de un estero siempre seguida por el ruido de los pasos descalzos de tu ya único guardián. Te reclinaste lentamente para sentir el frescor del agua y tu mano rozó esa tersura olvidada. Alcanzaste a ver en el reflejo del agua un brazo blandiendo un garrote y un relámpago estalló en tu nuca y te encegueció.

Santuario budista en los "campos de la muerte" de Choeung Ek

Todos estos años has habitado un rincón de nuestra casa. Enmarcada en tu espacio-tiempo has permanecido niña. Sólo tu foto ha envejecido. Cuando inicié este relato hace unos días, impelido por un episodio personal de muerte-vida, me sumergí en la búsqueda de todas las posibles pistas que me pudieran acercar a tu incierta biografía. No ha sido fácil abrir esa compuerta, remover ese fango que, en su hedor de brutal muerte colectiva, no devuelve ningún nombre, ningún lugar, ninguna fecha.

Vuelvo a pensar en esos mirlos mayna que hoy se posan en los jardines de Tuol Sleng y que de seguro hace treinta años captaron tu atención con su canto.

Me encuentro ahora con tu imagen reproducida en miles de páginas, junto a la de tantos otros que corrieron tu misma suerte. Pero me quedo con tu retrato retocado por el tiempo. Porque tú eres esa imagen atesorada, esa imagen-niña que envejece dulcemente bajo mis ojos cansados.

Y escribo esto por ti, niña querida, y te nombro por primera vez para que otros te conozcan y te llamen, Srey (“niña”) Mom (“querida”), te nombro Sreymom.

1 comentario:

el_0tr0_y0 dijo...

y toda esa historia de niña querida en realidad paso?