2 de abril de 2010

La niña de Tuol Sleng (1)

Hace unas semanas –treinta años después de la caída del régimen dictatorial del Jemer Rojo en Camboya, en 1979– concluyó en ese país el juicio a quienes dirigieron la emblemática cárcel secreta de alta seguridad de Tuol Sleng. Las declaraciones de los acusados y los testimonios de los escasos sobrevivientes y testigos han permitido reconstituir, de manera fragmentada pero no por ello menos impactante, una historia de terror que significó, en ese solo lugar, entre 1975 y 1979, la tortura y muerte de 14.499 personas, incluidos hombres, mujeres, ancianos y niños de todos los orígenes y condiciones. Tan sólo 7 personas lograron salir con vida.

Tuol Sleng (“Colina de los árboles venenosos” en lengua jemer), también conocida por su sigla S21 (“Oficina de Seguridad 21”) estaba emplazada en una antigua y prestigiosa escuela ubicada en el centro de Pnom Penh, capital de Camboya. Con la llegada violenta al poder del Jemer Rojo, liderado por el genocida Pol Pot, sus dependencias fueron reacondicionadas como salas de interrogatorio y tortura. Otros veinte centros parecidos operaron en el país durante ese mismo período.

Cárcel de Tuol Sleng, o S 21, en 1979


Museo del Genocidio de Tuol Sleng, en la actualidad

Por ellos desfilaron, sin esperanza alguna de salir vivas, cientos de miles de personas que, de acuerdo a las tesis maoístas radicales del nuevo régimen, debían ser eliminadas sin contemplación, ya que su mera existencia amenazaba el proyecto de purificación ideológica, esencial para sentar las bases del nuevo sistema. Como el programa político de los jemeres rojos contemplaba la creación de una sociedad agrícola basada en la absoluta igualdad y sumisión a la autoridad del Partido –el Angkar–, las ciudades fueron evacuadas, se abolió toda forma de propiedad, se suprimió el dinero para implantar una economía basada en el trueque. Quedaron proscritos el uso del teléfono, el correo, los automóviles, las bicicletas. Se exterminó a todos aquellos que supieran leer y escribir ya que esto representaba la forma más evidente de contaminación ideológica y lo que se buscaba era crear una sociedad basada en la pureza de los analfabetos. Bajo esas circunstancias, pocos se libraron de ese programa de exterminio. Hombres, mujeres y niños recibieron el mismo trato. Sólo sobrevivieron aquellos que lograron mostrar una docilidad ignorante y una absoluta adhesión a los ideales revolucionarios. No era de sorprender, pues, que en muchos casos la represión estuviera liderada por niños soldados.

Cuando en 1979 las fuerzas vietnamitas invadieron Camboya, los campos estaban cubiertos con las osamentas humanas de más de 1,7 millones de víctimas del régimen. Treinta años después, es frecuente encontrarse con restos de huesos triturados, desenterrados por las lluvias intensas que caen sobre esa hermosa tierra.

En la cárcel de Tuol Sleng los captores tenían como procedimiento sistemático fotografiar a sus víctimas al momento de su ingreso, antes de someterlas a todo tipo de vejámenes y finalmente asesinarlas. Resulta difícil, poniéndonos en la lógica de los verdugos, encontrar una explicación funcional para esa práctica perversa ya que los retratos eran anónimos y sólo eran identificados con un número que era colocado sobre la vestimenta. Si el torso estaba desnudo, éste se fijaba con un imperdible a la piel.

Cuando miembros de la avanzada vietnamita entraron en Tuol Sleng, recién abandonado por sus verdugos, no sabían con qué se iban a encontrar ya que, aparte de la alambrada que rodeaba el recinto y cubría los pasillos de los edificios, no había ningún indicio que delatara el horror que día y noche se había vivido detrás de esos muros. En las antiguas aulas transformadas en celdas, entre los instrumentos de tortura, había rastros de sangre aún fresca en el suelo y cuerpos en estado de descomposición avanzada. En uno de los sótanos, se encontraron con filas de cadáveres de mujeres colgando de una barra de hierro.



Finalmente, en una sala caótica, entre la documentación que los captores no alcanzaron a destruir, figuraba un voluminoso archivo fotográfico con cientos de rostros anónimos.

Por desgracia, no había ningún indicio que permitiera recabar información precisa sobre el destino final de cada una de esas personas. Un silencio ominoso cerraba la escena del crimen.

Pero hay nombres que sí existen y perduran, los de los victimarios. Citaré sólo dos: Kaing Guek Eav (también conocido como camarada Duch), jefe de la policía secreta y comandante de Tuol Sleng, y Nhem En, fotógrafo oficial del recinto.

La crueldad del camarada Duch no tenía límites y era temido por todos, incluidos sus pares, que procuraban no contrariar ninguna de sus órdenes. Desde joven se especializó en la construcción y administración de campos de concentración y con el tiempo sus métodos de tortura y asesinato se fueron refinando. Tuol Sleng es la culminación de su obra de muerte. En enero de 1979, ante el avance de las fuerzas vietnamitas sobre Pnom Penh, huyó hacia las junglas que tapizan la región oeste de Camboya, colindante con Tailandia. Durante dos décadas vivió con una falsa identidad y recién en mayo de 1999 fue desenmascarado y llevado ante la justicia. Diez años después ha concluido tan sólo la fase pericial del juicio llevado en su contra. Reconvertido a la fe cristiana, durante su comparecencia ante los tribunales se mostró como una persona arrepentida de su pasado pero olvidadiza de cualquier detalle específico que pudiera inculparlo mayormente. Eso sí, logró invalidar el testimonio de un presunto sobreviviente de Tuol Sleng alegando que no era tal ya que nadie había salido vivo de allí… “Las órdenes superiores eran claras y terminantes: Mátenlos a todos”.

La carrera de Nhem En en el Jemer Rojo comenzó en 1970, a los 9 años, cuando fue reclutado en su pueblo como tamborilero en una banda revolucionaria itinerante. A los 16 años, según su propio decir, fue enviado a China para asistir a un curso de seis meses de fotografía. Eso le valdría un año después el “privilegio” de ser nombrado fotógrafo oficial en Tuol Sleng y posteriormente jefe de los seis fotógrafos destinados a dicho centro carcelario. “Soy sólo un fotógrafo, no sé nada”, le decía a los presos recién llegados, mientras retiraba las vendas de sus rostros y ajustaba el ángulo de sus cabezas. Pero él sabía que ese retrato era la antesala de la muerte. Nhem En se ha considerado siempre a sí mismo como un artista de la fotografía. Hoy, a sus 47 años, anda libre por el mundo, ya que los tribunales camboyanos consideraron que su participación en los crímenes de Tuol Sleng era tangencial y que él no hacía sino obedecer órdenes. Algunos de sus retratos han sido incluso exhibidos en prestigiosas galerías de artes de Estados Unidos.

Pero su verdadera obra está exhibida en las paredes de Tuol Sleng, actualmente museo de la memoria del genocidio, donde los visitantes deben soportar la visión de miles de rostros desfilando silenciosamente ante sus ojos con la expresión incrédula de quien sabe que está pronto a morir.



Mi destino se cruzó con uno de esos rostros hace treinta años hojeando una revista que relataba los horrores recién desvelados de Tuol Sleng.

Era la imagen de una niña de cara redonda y dulce, de unos ocho o nueve años, vestida con una blusa-delantal arrugada pero con cada uno de sus botones en su ojal. La expresión de su rostro, enmarcado en unos cabellos negros bien peinados y sujetos tras las orejas, era de serenidad y de una cierta seriedad infantil. Su docilidad y su inteligencia parecían haberse aliado en ese cruento trance como un recurso instintivo de sobrevida. Le habían enseñado a ser obediente, pero también a sobrellevar las adversidades cotidianas de la pobreza. Muy probablemente, nunca antes en su vida había sido fotografiada. Este era un momento especial, había que pasar con éxito la prueba. Bien erguida frente a la cámara, los brazos contra su cintura y la mirada fija en el objetivo, no se movió hasta que el fotógrafo le indicó que lo hiciera. Fue su primer y su último retrato.

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