30 de octubre de 2007

Tumbas

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“Y me siento disperso como un muerto dentro de su tumba.”

Rainer Maria Rilke


Cierta vez me contaron de un abuelito nonagenario y senil que tras enterrar a su esposa, también nonagenaria, declaró radiante a los familiares presentes, que aún enjugaban sus lágrimas: “No hay nada mejor que un paseo por el cementerio para abrirte el apetito”. Esta anécdota un tanto negra revela, sin embargo, una verdad profunda: no hay nada mejor que probar un pequeño sabor de la muerte para devolvernos el apetito de vivir. Caminar por un cementerio es caminar sobre la franja delgada que separa la vida de la muerte. Avanzamos, envueltos en un silencio sordo, entre hileras de casas, quiero decir, de tumbas. Nos detenemos ante un nombre. Estiramos la mano y tocamos la fría piedra invocando la memoria del difunto. Sentimos su presencia, la pretérita ciertamente, pero también la materialidad de sus restos. Desciframos nombres, fechas, epitafios, invocaciones, sobre las que el tiempo ya también ha actuado, salimos con un paso más decidido, nos sumergimos en el bullicio de la ciudad, reconfortados de pertenecer a este mundo: los demás son los que mueren.

Pero los cementerios son también museos al aire libre donde se exhiben muertos célebres, huesarios míticos. Visitar sus tumbas es consumar la irresistible fantasía de una cita a solas con el genio o la musa, un momento de intimidad con aquellas figuras tan esquivas durante su paso por este mundo o simplemente inalcanzables en el tiempo y el espacio. Ahí están, al acance de nuestra mano, inamovibles en la muerte, esperándonos, esperándote, lector/lectora.


Un poco de historia

Los cementerios son una invención bastante reciente, incluso en el mundo desarrollado. En el siglo XVIII una ciudad tan ilustre como París aún enterraba sus muertos en enormes fosas comunes que, con el pasar del tiempo, llegaron a contener millones de cadáveres amontonados sin más, los unos sobre los otros. Sólo las personas influyentes tenían derecho a ser enterradas dentro de las iglesias. Ocurrieron incluso accidentes desgraciados como cuando una casa entera se desmoronara por haber sido construida sobre este inestable humus humano. No fue necesario enterrar a sus moradores.

La pestilencia era intolerable, las epidemias proliferaban fruto de la intensa actividad apoptósica de los cuerpos a sólo escasos centímetros de la superficie. Finalmente, la autoridad resolvió confinar a los muertos en parques especialmente habilitados para este fin. Así nacieron los famosos cementerios parisinos de Montparnasse, Montmartre y Père-Lachaise, hoy lugares masivos de visita y peregrinación. Pero primero hubo que vaciar las fosas comunes y transportar las toneladas de osamentas a las galerías de unas antiguas canteras ubicadas en las afueras de la ciudad. La macabra mudanza duró dos años completos, de 1786 a 1788 (un año más tarde estallaría la Revolución y sobrevendría el Terror, con su prodigiosa máquina de muerte), y consistió en interminables procesiones que desfilaban a plena luz del día por las principales calles de la ciudad, a vista y paciencia del público.

Inicialmente, la aparición de los cementerios no tuvo una acogida muy entusiasta, especialmente en las clases altas que consideraban poco chic estar enterrado fuera de una iglesia y tener además que vivir (morir) en condominio con la servidumbre. Pero una hábil política de las autoridades, consistente en trasladar las cenizas de personajes ilustres, como Molière y La Fontaine, y erigirles llamativas tumbas en estos nuevos predios, junto a la concesión de espacios a perpetuidad, terminó por seducir a la élite social, que se apresuró a reservar en vida los mejores paños de tierra para sus futuros deudos.

Es así como se inicia una carrera frenética por poblar los nuevos camposantos con monumentos funerarios que compiten en megalomanía y a veces en mal gusto. Lo que alguna vez fueran predios verdes y frondosas arboledas se transforma lentamente en auténticas ciudades, con avenidas, plazas y calles. Algunas de sus tumbas y mausoleos familiares, auténticas mansiones, son la más elocuente negación de aquella sentencia de San Pedro que rezaba “abandonarás este mundo tal como llegaste a él”. En realidad se trata de no abandonarlo o, en el peor de los casos, de hacerlo, pero mucho más rico y famoso.

A diferencia de las fosas comunes, que, como ya se dijo, eran macabras e insalubres y, por ende, su visita era prohibida, los flamantes cementerios se transformaron en lugar de recogimiento, paseo de día domingo, exorcismo cuando no abiertamente de voyerismo.


Visita a los cementerios

Mi afición por los cementerios se remonta a muchos años. De niño, mi padre me llevó en varias oportunidades al Cementerio General de Santiago de Chile. Fue mi primer contacto con ese mundo de ultratumba. Mi padre caminaba con paso firme por las avenidas que de pronto se transformaban en calles y luego en estrechos pasadizos entre las lápidas. Cuando llegábamos frente a la tumba del deudo cuya memoria él venía a honrar, la conversación se interrumpía abruptamente. El rostro de mi padre adquiría una expresión crispada, desencajada, que nosotros interpretábamos como que él se encontraba en línea directa con Dios. De pronto, sin previo aviso, se volteaba y volvía aceleradamente sobre sus pasos. Nosotros corríamos detrás de él aprovechando de vez en cuando las inesperadas oportunidades que nos ofrecía este marmóreo parque de entretenciones.

El Cementerio General de Santiago es un hermoso espacio cívico del siglo XIX que de alguna forma emula a sus pares europeos. Lo volví a visitar recientemente y lo que más me llamó la atención fue la cantidad de tumbas desmoronadas o en lastimosa condición producto de la acción sucesiva de los movimientos telúricos que abundan en el país. Las tumbas individuales no retuvieron mi atención, ni siquiera aquellas que albergan a personajes destacados de nuestra historia republicana, pero no pude contener mi emoción ante la galería de nichos del sindicato de zapateros de Chile… Víctor Jara también tiene su nicho en la zona más populárica del cementerio y de su tumba brotan siempre flores frescas.

Tumba de Víctor Jara
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Nunca olvidaré la visita al claustro de un antiguo monasterio en Castilla la Vieja, en el que estaban arrumbadas miles de calaveras. En la pared una leyenda rezaba más o menos así: “Visitante, como miras yo miraba, como me ves, te verás”. Después de esa reconfortante sentencia fuimos invitados a pasar a una salita contigua donde se vendían souvenirs.


El cementerio Père-Lachaise

El Père-Lachaise de París es uno de los cementerios que reúne a la mayor cantidad de celebridades. Comparten este hermoso espacio figuras tan dispares como Apollinaire, Miguel Angel Asturias, Balzac, Maria Callas, Chopin, Eloísa y Abelardo, Paul Eluard, Max Ernst, Jim Morrison, Modigliani, Yves Montand y Simone Signoret (enterrados en una misma tumba), Edith Piaf, Oscar Wilde, entre muchos otros.

Wilde, que vivió sus últimos años en un hotel parisino, descansa en un portentoso sarcófago soportado por una esfinge. La obra fue encargada por una de sus acaudaladas admiradoras. Al parecer, la inminencia de la muerte no intimidó para nada al escritor irlandés. Fiel a su proverbial sentido del humor, le habría confesado a un amigo que fue a visitarlo a su habitación en el Hotel d’Alsace, días antes de su muerte: “Mi papel mural y yo tenemos un duelo a muerte. O sobrevive él o yo”. Sobrevivió el papel mural –hasta hoy.


Tumba de Oscar Wilde

En otro extremo del parque se encuentra la tumba de Jim Morrison, líder y vocalista de The Doors. Cuando visitamos su tumba en 1981 había un busto tamaño natural del cantante que descansaba sobre una lápida cubierta de graffitis. Una pareja de jóvenes desgreñados improvisaba un picnic al pie de la tumba. Mientras ella pelaba un huevo duro, el rasgaba unos acordes en su guitarra. Diez años después, volvimos al mismo lugar. El busto había sido robado y la lápida antigua reemplazada por otra más clásica, con inscripciones en un lenguaje polinésico que no pude descifrar. Un tumulto de personas rodeaba la tumba y un guardia armado –probablemente asignado al lugar después del hurto del busto y de las protestas de los familiares de los moradores vecinos que habían visto las lápidas depredadas o transformadas en panegíricos de dudoso gusto– se encargaba, de mala manera, de mantener a raya a los visitantes.


Tumba de Jim Morrison

Caso notable es el de Victor Noir, seudónimo de Yvan Salmon, periodista republicano muerto a los 22 años de un balazo que le profirió Pierre Bonaparte, primo pendenciero de Napoleón III. Aun cuando la versión oficial señala que se trató de una muerte accidental producto de una riña política, se dice que Noir había cosechado muchos enemigos por su condición de infatigable mujeriego y que el mismísimo Pierre B. lo había sorprendido arando en zurco ajeno. Su muerto causó una enorme conmoción en el pueblo de París, que ya estaba harto de vivir bajo la bota de los Bonaparte. Al entierro concurrieron 100 mil personas, cifra inusitada para la época.
Los restos del malogrado periodista fueron trasladados al Père-Lachaise. Su tumba esculpida en bronce nos muestra a Victor Noir tal como lucía tras el disparo: el cuerpo tendido en el suelo, la boca abierta, las manos distendidas, el sombrero a sus pies. El detalle que concita la mayor atención del público y que es objeto de culto supersticioso es la llamativa protuberancia del pantalón en la zona de los genitales. Se dice que quien quiera consumar un sueño de amor o de fertilidad debe acariciar el miembro del caballero y éste se cumplirá. De ahí el particular brillo que exhibe dicha zona.


Tumba de Victor Noir

Finalmente, en una de las lomas del parque se halla la tumba de Eloísa y Abelardo, amantes prohibidos del siglo XII, cuyos restos descansan en una capilla abierta acariciada por frondosos castaños. Ambos personajes están tendidos sobre la lápida, con su atuendo monacal, las manos en actitud de rezo y los ojos puestos en el cielo. Pero detrás de esa serenidad piadosa se esconde una historia trágica, que ha hecho soñar a generaciones enteras: la de un prelado y prestigioso profesor de teología en París –Abelardo– que seduce a su muy joven alumna –Eloísa– y que luego de varios episodios novelescos que incluyen el desenmascaramiento de esta relación secreta, el intento de Abelardo de contener el escándalo y reparar la afrenta casándose con la joven, pero para luego confinarla en un monasterio, la castración de Abelardo como acto de venganza de la familia de Eloísa, la reclusión definitiva de ambos en apartados monasterios desde donde sostendrán una singular correspondencia en la que la mujer, ya por entonces abadesa, le confiesa su irreductible amor y le reprocha al hombre el no haber sabido corresponderla; él evade este poderoso llamado, invitándola a sublimar este sentimiento en un amor superio –el de Dios– que, augura, los unirá para toda la eternidad.


Tumba de Eloísa y Abelardo


Así las cosas, la tumba del Père-Lachaise nos brinda las dos facetas de esta singular pareja, unidas por un borde de fuego: por una parte, se nos aparece como una lección ejemplar de continencia y de sublimación trascendente; por otra, no menos fuerte, evoca, en la unión física de esas cenizas, de ese polvo enamorado la insistencia de un deseo que, más allá de la vida y de la muerte, no cesa de desear.


Cementerio de Montparnasse

El otro gran cementerio de París –el Montparnasse– alberga también a muchas figuras ilustres, tales como Baudelaire (enterrado, como Dios manda con su señora madre), Samuel Beckett (solíamos verlo con su baguette debajo del brazo por el bulevar Raspail), Marguerite Duras, Serge Gainsbourg, Ionesco, Man Ray, Jean-Paul Sartre y Simone De Beauvoir (que no compartieron piso en vida, pero sí en la eternidad), Tristan Tzara, Julio Cortázar. ¡Cortázar! Estuvimos el día de su entierro, en una mañana fría con sol. El larguísimo féretro avanzó por la avenida fúnebre, y se detuvo ante la fosa abierta donde lo esperaba su compañera de los últimos años, Carole Dunlop, que le fue arrebatada tempranamente. Con ella vivió y escribió la odisea de “los argonautas de la cosmopista”. Lo acompañaba una multitud de cronopios desconsolados que empuñaban claveles rojos. Se rumorea que incluso asistió el propio Cortázar.


Tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlop

César Vallejo, que había profetizado que moriría “en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo” también comparte residencia en este parque, pero su tumba, al igual que su vida, es remota, secreta, improbable. Pocos son los que han logrado dar con su lápida ubicada en una zona en la que las tumbas están dispuestas en interminables hileras paralelas, como si los muertos hubieran sido preparados para una sesión de desnudos con Tunick.


César Vallejo, tal vez ante su futura tumba


Muertos perdidos o destruidos

Vine a descubrir la palabra cenotafio en Viena. Designa a los monumentos erigidos a los muertos in absentia. Son levantados en honor a aquellos muertos célebres cuyos cuerpos fueron desaparecidos o se volatilizaron en algún momento, como Juana de Arco o Saint-Exupéry, o aquellos que, pese a su celebridad, no pudieron pagar su propio entierro y acabaron en fosas comunes, como nuestro hermano Mozart.
En el cementerio de San Marx de Viena, pese a la invitación que me hacía el hermoso parque a recorrerlo, sólo quise detenerme en el lugar en el que presumiblemente se ubicaba la fosa comunal en la fue depositado el cuerpo de Wolfgang Amadeus aquella mañana del 5 de diciembre de 1791. Imposible no sentir entre los dedos el olor de madera de una sus melodías.


Cenotafio de Wolfgang Amadeus Mozart

Federico García Lorca también tiene su cenotafio en Barranco de Víznar, pequeña localidad ubicada en las cercanías de Granada. Una rústica escultura de piedra, levantada al pie de un olivo, recuerda el lugar donde el poeta fue fusilado la noche del 19 de agosto de 1936, junto a un maestro y dos toreros anarquistas. Al despedirnos del lugar, brindamos con unas limonadas frías en su memoria.


Cenotafio de Federico García Lorca

Volviendo a Mozart, en el cementerio de San Sebastián, en Salzburgo, se encuentra una joyita histórica: la tumba de Constanza Weber, esposa de Mozart, que le sobrevivió casi 50 años, casándose en segundas nupcias con un gran admirador del músico, Georg Nikolaus von Nissen. No por nada la tumba reza así: “Constanza von Nissen witwe (viuda de) MOZART”. Pero la afición mozartiana del marido lo llevó aún más lejos: dispuso que las cenizas del padre del músico, Leopoldo Mozart, fueran colocadas en la misma tumba, entregando así al ex suegro y a la ex nuera a un incesto perpetuo.


Muertos con vista al mar

Tres poetas chilenos disputaron la hegemonía de las letras nacionales a lo largo del siglo XX: Neruda, Huidobro y Parra. Los dos primeros están muertos y descansan, según su propia voluntad, frente al oceáno Pacífico. Pero al parecer ni la inmensidad del mar es un espacio compartible para estos tres patriarcas. Neruda instaló sus cuarteles de invierno en el balneario de Isla Negra y pidió ser enterrado en ese lugar (y así se hizo 20 años después de su muerte, ya que originalmente la dictadura militar dictaminó que debía ser enterrado en un discreto nicho en Santiago), Huidobro hizo lo propio en Cartagena (hoy, un balneario popular y maravillosamente decadente, pero antaño refugio de la más rancia aristocracia chilena, de la que Huidobro provenía). Nicanor Parra, que aún goza de una envidiable salud a sus 90 años, está instalado en un balneario contiguo a Isla Negra, llamado Las Cruces, esperando (sin prisas) la muerte. Tres mares territoriales para tres grandes egos que no parecen tener cabida juntos en esta larga y angosta franja de tierra llamada Chile.


Tumba de Vicente Huidobro



Hermanados en la muerte

Al final de sus memorias, Simone de Beauvoir sentencia con una frase lapidaria, si me permito la expresión, lo que significa para ella la muerte de su compañero de toda la vida, Jean Paul Sartre: “Así como la vida no nos separó, su muerte no nos unirá”. Pero, al parecer, sus deudos no lo vieron tan así, pues la enterraron, pocos años después, junto al filósofo, en el cementerio de Montparnasse. Ese gesto sólo se explica por la necesidad que tenemos los vivos de apaciguar en nuestra imaginación la radical ruptura que significa la muerte, de exorcisar ese horror vacuis del que hablaba Aristóteles. Y lo cierto es que funciona.

Apaciguadora entonces resulta la compañía que Theo Van Gogh le sigue brindando a su atribulado hermano Vincent por los siglos de los siglos en el pequeño cementerio de Auvers-sur-Oise. Durante años atendió a distancia las necesidades materiales y espirituales del pintor –todo ello ha quedado registrado en una de las correspondencias (hermosa palabra) más memorables. Apaciguadora y hermosa es la contiguidad en las islas Marquesas de las tumbas del gran cantautor Jacques Brel, que vivió sus últimos años en ese paraíso perdido, y del visionario Paul Gauguin, que desembarcara un siglo antes con sus pinceles y pigmentos en esa residencia definitiva, huyendo, según su propio decir, del “horror económico”.


Tumbas de Vincent y Theo Van Gogh

Los otros son los que te entierran

Cuando llegue nuestra hora, correremos una suerte parecida a la de la mayoría de los muertos que nos precedieron: no tendremos potestad alguna sobre nuestro cadáver. Seremos despedidos de este mundo de acuerdo al sentir y parecer de nuestros representantes legales, a la imaginación y voluntad de nuestros sepultureros. Los vivos seguirán muriendo y los muertos vivirán para siempre “que nunca la misma muerte / se oyó decir que murió” (Quevedo).

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Maravilloso, y con una refinada sensibilidad el relato que apoya, (escrito y visual), a estos seres eternos que vivirán en el recuerdo de quienes hemos leído parte de sus vidas como un ademán de compartirlas. Fuerte, y meláncolico, pero necesario para no olvidar la grandeza de aquellos que vibraron con un talento incomparable, y con virtudes ejemplarizadoras que nos ofrecieron en el correr de sus años y de sus vidas inolvidables.
Gracias también por ofrecernos parte de su talento, de su delicadeza, y de su especial sensibilidad.
Reciba un afectuoso abrazo.

María Cristina Faleroni, pintora y escultora Argentina.

amilcar dijo...

muy buenoo, me recuerda como era el mundo: nacì y morì en buenos aires hace mas de veinte años y descanso ahora en una tumba anònima de el cementerio de la chacarita.

gotamarina dijo...

¡qué hermoso! ¡muchas gracias! estaba buscando retratos de Huidobro y vi la foto de su tumba en tu blog y me puse a leer tu blog. Yo no tenía afición por los cementerios, pero un dia paseando por paris entré casi por casualidad al Pere Lachaise y quedé subyugada. En Bs As el mas grandilocuente es el de la Recoleta. De verdad, disfruté mucho esta lectura, ¡gracias!

gotamarina dijo...

¡qué hermoso! ¡muchas gracias! estaba buscando retratos de Huidobro y vi la foto de su tumba en tu blog y me puse a leer tu blog. Yo no tenía afición por los cementerios, pero un dia paseando por paris entré casi por casualidad al Pere Lachaise y quedé subyugada. En Bs As el mas grandilocuente es el de la Recoleta. De verdad, disfruté mucho esta lectura, ¡gracias!

gotamarina dijo...

el mismo comentario se publicó dos veces por esas cosas de google y el blogger... no era mi inteción ser tan reiterativa. Acabo de leer lo del trueque que propones en la cabecera del blog, así que te invito al mío: cuentogotas.blogspot.com seras bienvenido!