29 de septiembre de 2007

Caravaggio - Sangre en el ojo



“No tengo padres”, exclama Michelangelo Merisi, Il Caravaggio, cuando su hermano Battista, tutor del joven adolescente huérfano, se presenta, años después, en Roma para interceder en uno de los muchos juicios que se llevan en su contra por ofensas públicas y hechos de sangre. Experiencia de la orfandad que se tornará en su vida posterior libertad altiva. Que exaltará el pincel. Y la espada.
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Se dice que Caravaggio pintaba al “espejo”, es decir que se valía de dicho instrumento para conseguir un efecto de concentración en el modelo y en el lienzo, difícilmente alcanzable para el ojo humano. Su abandono del tonalismo imperante en aquel entonces en aras de un luminismo de sello muy personal forma parte de una estrategia teatral –unos dirán, cinematográfica– que delimita el campo de la acción a la vez que potencia dramáticamente los rasgos esenciales (gestos, torsos, exclamaciones) de la escena.

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Si retengo la escena de Caravaggio lanzando su plato de alcachofas al rostro del camarero de una hostería “porque éste no le contestó en la debida forma si estaban preparadas al aceite o a la mantequilla” es sobre todo por la proximidad casi física de los olores que me devuelven al personaje y a la escena con asombrosa fidelidad. Aparte de la devoción que profeso por esas enigmáticas verduras.
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A la vez que escenifica y exalta, desacraliza su objeto y su arte. Lo primero es oficio; lo segundo, pulsión.
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Esos cuerpos martirizados, esas cabezas tronchadas (el Bautista, Goliath, Holofernes) que hilvanan toda la obra de Caravaggio. Gesto clásico de la violencia. Las carnes flageladas, abiertas, alcanzan en ese momento de suplicio un rasgo de perfección que magnetiza y fascina. Desde su deliberada inconsecuencia, el artista congela ahí la escena, resaltando la virilidad del gesto que suprime, la carga erótica del suplicio. Pero Eros no perdura: después vendrá, inevitable, la caída, el irrepresentable desorden de la muerte.
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David Borghese. Al igual que Mishima atravesado por las flechas del martirio de San Sebastián, Caravaggio se autoinmola, encarnando la figura degollada de Goliat que exhibe, el ceño fruncido, el joven David. La (propia) humillación es una estación inevitable para el busca siempre un sabor más fuerte. ¿Pero quién no ha soñado con asistir a su propia muerte?

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Si Caravaggio retoma el arte de la representación de un Miguel Angel es para utilizarlo con finalidades propias, transformándolo en un teatro vivo, voluptuoso y cruel. Corona truhanes, viste de fina seda a los asiduos de las tabernas y de Piazza Navona, los disfraza de santos y verdugos. El instante contra la Historia, el momento tangible y dubitativo contra el escamoteo del pasado y el espejismo del futuro.
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Flagelación de Cristo. El torso de Jesús aparece desnudo, aún intocado, puro bulto de luz. Ellos sujetan los brazos, preparan el cuerpo para el suplicio. Traspasando el objeto, entrando en la materia. Mientras Cézanne espía manzanas desde todos los ángulos de la luz y Van Gogh deambula alucinado en el laberinto con luna de sus trigales, Caravaggio plasma cuerpos toda la noche. Su sed no mengua, el alba lo descubre exhausto de deseo.
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Lost in a Roman wilderness of pain” (Jim Morrison). Que hable la leyenda: Michelangelo Merisi desembarca en Roma hacia 1591, sin referencias ni dinero. Años de penuria y búsqueda. La peste que azota la ciudad lo envía al Ospedale della Conzolazione, donde eran tratados los criados de las posadas. Habita la calle (“se le ve siempre acompañado por un joven, Bartolomé, que le lleva la espada”. En aquellos años pinta varios (auto)retratos de Baco, figuras masculinas que aúnan la sensualidad y la arrogancia. A estos cuadros, sucederá, de manera casi definitiva, una lectura novelesca de las Escrituras, con rostros y olores de la Roma de los tiempos de la Contrarreforma. Protagoniza varios duelos de sangre: es herido y enjuiciado repetidamente. Pese al escándalo y al revuelo que causan sus lienzos, la Iglesia compra. En 1606, durante una riña pública hiere mortalmente a uno de sus contendientes. Esta vez huye definitivamente de la ciudad, dirigiéndose hacia Malta, luego Nápoles, luego Porto Arcole, donde es alcanzado por su propio destino.
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¿Dónde están? Pregunta que nos hacemos ante los retratos que nos brinda la fotografía y que el arte de Caravaggio torna milagrosamente presentes. ¿Qué fue de aquel hombre de semblante tosco que ayudó, que ayuda a Lázaro a incorporarse o de aquella muchacha de trenzas recogidas que solloza junto a la Virgen dormida? ¿Dónde estás tú, Lena, María de Magdal, ragazza de Piazza Navona “che é donna di Michelangelo”, que insistentemente vuelves con aceite reídor?

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La predilección por lo negro. Las apariciones. Así como el blanco enceguece y espanta la presencia, el negro propicia la cita, la llegada de la sangre. En ese limbo se sitúan los personajes de Caravaggio: se les ve saliendo y entrando en la zona oscura, vacilan entre la noche de monstruos preñada y el rayo divino que los secuestra.
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Ninguna diferencia, misma solemnidad, en el fasto de la corte y el harapiento con su sol mordaz sobre los dientes.
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Tentación moderna: el pastiche, lo ecléctico. Así esta imagen nocturna, entrevista, soñada: Karavaggio, Plaza Real, Barcelona 198…: “Me herí yo mismo con la espada al caerme por estas calles. No sé dónde ocurrió y no había nadie presente. Nada más puedo decir.”
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Transgredir, herir, ir hacia lo rojo de la médula!

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Y al final de esa vida azarosa, pero prodigiosamente vidente, el sol de Nápoles, la luz como un cuchillo definitivo, esa fiebre del mediodía ardiendo sobre la playa, demonio vertical en la hora señalada. Un cupido de plumas oxidadas se adentra en la habitación donde alguien –ese doble, ese eterno otro– sostiene la cabeza de Michelangelo Merisi aún tibia, furiosa. Afuera –él lo sabía– espera una multitud sedienta de venganza. ECCE HOMO, ROGAD POR NOSOTROS!

Barcelona, 1987 – Santiago 2007

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