29 de septiembre de 2007

Elogio de la toxina

"Desconfío de los que no beben alcochol", declaró cierta vez Anthony Burgess, autor de la profética novela "La naranja mecánica". El escritor, cuya afición a los brevajes espiritosos era noticia cotidiana, falleció, eso sí, de cirrosis hepática, al igual que su padre, madre, esposa e incluso su pequeño can, con el cual solía compartir los fondos de vaso de whisky. El pobre cachorrito se volvió progresivamente adicto al escocés not blended, que aprendió a discriminar del resto de los whiskies con una habilidad sorprendente.
Al margen de los resultados desastrosos de la dieta del escritor inglés y su familia, lo cierto es que su sentencia es un prodigioso bofetón a los inquisidores urbis et orbe que se han propuesto la misión de salvar a humanidad de su afán autodestructor.
Hablar de drogas no es fácil porque nos topamos de entrada con el problema de acotar el término. En aras del tiempo y el espacio de esta nota me limitaré a aventurar que la droga es una designación general del lenguaje que apunta a cualquier fenómeno de exceso y adicción. Visto así, noas encontramos con que todo es potencialmente droga y que la clave del asunto está en legalizar algunas y condenar otras con todas las penas del infierno.
En efecto, cada cultura ha oficializado y promovido algún tipo de droga mayor (por no hablar de los pequeños vicios privados que, al igual que los insectos, constituyen de lejos la especie más numerosa) a la vez que ha condenado hábitos que en otras latitudes serían considerados aceptables. Así, si usted es sorprendido en Marraketch tomando alcohol en la vía pública, puede ser candidato serio a conocer en carne propia el rigor de la ley islámica, siendo que ese mismo país tolera y hasta cierto punto promueve el consumo de haschish. Un habitante medio de Oklahoma City sin duda verá en el vino la expresión misma del demonio y sin embargo, consume alegremente toneladas anuales de cerveza mientras ve misa por televisión.
El problema es sencillo: lo que nos escandaliza es la droga de los demás. Nuestras drogas oficiales -alcohol, café, sexo, velocidad, internet, blog- son funcionales al sistema y, por ende, promovidas por éste. Y el sujeto-objeto del deseo es presa fácil de estas invitaciones. Se sabe, la vida es tediosa y al final del camino, más encima, nos espera la muerte, cortándose las uñas. ¿Cómo resistirse?
Todas las especies en todas las latitudes buscan alcanzar estados alterados de conciencia. Lo peces lo consiguen embriagándose con burbujas de oxígeno que producen las corrientes marinas, los niños con su interminables piruetas.
El argumento oficial para condenar una droga es su supuesto carácter nocivo para la salud. Conmueve tanta consideración y altruismo de parte de los que nos gobiernan. Pero la contradicción es flagrante, insostenible entre ese discurso y el sinfín de drogas blandas oficiales que a diario nos invitan a morir de muerte lenta -el trabajo, por no nombrar más que una.
El llamado de la droga es poderoso porque evidencia en un solo instante hipercondensado el ciclo completo de la vida: combustión-desecho-muerte, transformándolo en una visión. Y en nuestro cuerpo (mientras la salud nos acompañe) sólo que da la toxina como una pequeña huella de esa fugaz visión.
La toxina es el producto visible del trabajo de la vida, obrando a través de nuestro cuerpo, en nuestro cuerpo.

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