11 de octubre de 2007

Política, tabaco y melancolía





para Pedro Miguel


Juramos reencontrarnos en 25 años, exactamente el 1 de enero del 2000 a las 00 horas en Bruselas, al pie de la tumba del soldado desconocido. Nadie acudió a la cita. Ni Javier, ni Sophie, ni Dominique, ni yo. Ni, por cierto, Pedro Miguel.
Yo había aterrizado en el D.F. dos años antes de aquella promesa, proveniente de Chile, donde acabábamos de estrenar dictadura militar. Vine a conocer a Pedro Miguel (que para ese entonces se hacía llamar Manuel) en los patios del Instituto Tecnológico, donde se paseaba a la hora del recreo con su figura imponente y una barba sempiterna de dos semanas que le daba un aire de guerrillero en misión urbana. Pero cuando lo abordabas te dabas cuenta que la vía armada no era lo suyo, no podía serlo, porque se hacía demasiadas preguntas y porque acarreaba siempre debajo del brazo lecturas individualistas/desviacionistas/sensualistas. Por él conocí a autores como Pedro Mir (“Es que hay columnas de mármol impetuoso no rendidas al/ tiempo / y pirámides absolutas erigidas sobre las civilizaciones / que no pueden resistir la muerte de ciertas mariposas”), Luis Cardoza y Aragón, y redescubrí, a través del timbre de su voz, al gordo y magnético Neruda y al flaco y magnéticoVallejo, que él recitaba con un fondo invisible de huayno.
Fueron sólo dos años de estadía común antes de una nueva diáspora, pero nuestra amistad quedó sellada con el fuego de la adolescencia.
En los años siguientes recibí periódicamente, con el enigmático remitente de “Barranca del Muerto”, cartas, paquetitos endiablados, insólitas cintas en las que me leía sus cartas a medida que las escribía en una máquina de escribir. Era como si su escritura quisiera siempre permanecer cerca de su voz.
Vendió un auto y con ese dinero se dejó caer sorpresivamente en Barcelona, acompañado de una mujer y cargado de inéditos y autoediciones. Y luego lo perdí, se perdió, lo perdió la tierra. Le escribí este réquiem, en el que citaba algunos versos suyos, poema extrañamente dedicado a otro amigo que tenía algo de doble suyo y que deambulaba por el barrio gótico de Barcelona.



RÉQUIEM PARA UN HABITANTE VIVO DE LA TIERRA

Tú me recuerdas aquel otro
que bramaba en su lengua antigua
los rezos y las bombas
o se asomaba amarillento, llamándote
al inmenso contenido de sus brazos:

Se fue, lo perdí,
lo perdió la tierra.

Llegas con ese olor de diciembres
y de sílabas silvestres y de orquídeas
que reclama para sí el cansancio.
Tienes el don de la tierra que, larga, calla,
y la risa crédula del espacio que avientas.

Tú me recuerdas aquel otro
que llegó de espaldas, llorando,
con ruido mundial pero tenazmente solo,
afectuoso como un pan bajo la lluvia,
silenciado por tanto humo,
tanto duele, tanto andar
su noche de espesa muerte infantil, cuarenta pasos
y ninguna parte.

Era suave como pluma de rinoceronte (se fue),
como el miedo su mejilla,
era dulce con la hora que lo ansiaba,
pero desesperaba de los ojos cagados,
del hambre y del asfalto
y mordía despacio los sonidos viudos
de su máquina de escribir.
Atropellado por el motivo (lo perdí) y el límite,
Atrincherado en los santos cuarteles del dolor,
lo perdió la tierra.

Y en el desorden de las llegadas, la última,
la tuya, me trae ese polvo, esa mirada
hacia las distancias lluviosas,
hacia los mares que no tuve,
hacia los eternos temas de la derrota,
hacia los muertos que se agitan en nosotros
y se resisten a morir.
Luminoso y doliente, me traes el recuerdo
de aquel difunto de París,
de México, de Piladelphia,
que tocó con creces su rincón solitario,
su sed pacífica de cuerpos, antes de sucumbir
en una habitación hacinada, olvidado por sus libros,
sus incendios, acariciado por el abuelo magnolio y la cuchara,
su cuchara ¡lamparita de afectos, hermana!

Me recuerdas aquel otro
que llegó de espaldas, llorando,
y que llorando, la última vez
que se acercó a nuestro encuentro
(el cansancio goteaba sobre su amor y su cansancio)
me dijo, con un bramido casi blanco de su garganta:
ya no importa lo que ella haga, me va a herir



Tras un prolongado silencio, tras la cita fallida de Bruselas, tras idas y venidas, parejas e hijos, resurgió inesperadamente Pedro Miguel en la pantalla de mi computador. Extraño reencuentro con el rústico hermano.
Nos volvimos a ver, en suelo mexicano, nos volvimos a perder.
Y ahora estamos enredados en este juego de ventanas y espejos que es un blog, sacudiendo fantasmas y tratando de ponerle luz y enjundia al presente. La red informática ha comprimido el mundo como el fuelle de un acordeón, transformándonos en no-lifers (“sin-vida”), anulando las distancias físicas que nos daban una dimensión tangible y entrañable del planeta. Lo único que puede salvarnos de la globalización es volver a recorrer el mundo como siempre se hizo, con nuestras piernas, sintiendo en el propio cuerpo las distancias que hemos recorrido y salvado. Yendo al encuentro de la mano amiga.

Vamos a México.

2 comentarios:

Pedro Miguel dijo...

Comentario 1 de no sé cuántos. La mala noticia es que estamos perdidos en el tiempo, y la buena, que podemos y sabemos viajar en él. Hermano, la cita en Bruselas era 19 años antes de lo que suponías, no en 2000 sino en 1981 (escúchate decirlo), lo cual no importa mucho porque no estuvimos ahí ni en una ni en la otra fecha. ¿En qué momento de tu vida adelantaste el calendario?

Íbamos a cumplir 21 y ahora cumpliremos 50. Yo me siento muy cerca de aquellos jóvenes. Los comprendo perfectamente, y creo que ellos nos intuían con razonable precisión.
Seguiremos informando.

Pedro Miguel dijo...

Quítale un poco el polvo a tu blog, pedazo de holgazán.